Debieran bajar los arroyos
cargados, debieran brotar espontáneos y juguetones en las lindes de los caminos,
empapando la tierra, cuajados de renacuajos y zapateros, haciendo brotar la
vida y el verde.
Debieran mantenerse los neveros
en las sombras a estas alturas del año. Escarcha blanca. Hielo moteando las
zonas de umbría como un recuerdo que se funde. Promesa y advertencia del
invierno perdido para la frágil memoria del hombre.
Debieran estar los pantanos llenos,
esplendorosos, ocultando las vergüenzas de sus entrañas bajo un espejo de agua.
No lo hacen y da miedo.
Surgen las torres olvidadas, rompiendo
el espejo en retirada, apuñalando la superficie. Campanarios que son ahora
esqueletos, pétreas carcasas de cetáceos en cuyas entrañas vuelven a anidar los
pájaros.
Se va el agua y se marchitan las
promesas. La tierra cuarteada. Los santos de paseo. El sol en lo alto reclamando
hasta el vapor que queda en los alientos. El polvo en los ojos, el verde cenizo,
los campos agostados en pleno mes de abril.
La primavera como una sonrisa
esquiva. Flor de un día. Recuerdo de juventud.
Como un beso furtivo y breve en
la boca de un hombre idiota y moribundo.