—¿Por qué demonios sigues con esto? —preguntó la bibliotecaria frente a la taza de café humeante—. Ni siquiera es un reto. Nunca podrás superar a la máquina. —No lo sé —contestó Didier—. Si lo supiera, quizás encontraría la manera de no hacerlo. Era cierto. Didier nunca supo los motivos que lo llevaban a escribir. A encadenar letras y palabras en un orden preciso. En un orden precioso. Escribir nunca fue placentero, aunque sí gratificante, el acto mismo de la escritura era una forma de extraño parto. Era una insurrección idiota. Ejecutada en soledad y ofrecida a un dios silencioso que encontraba en la indolencia su mejor arma. Ella señaló hacia las estanterías, colocadas a modo de decoración a la entrada del edificio. Antiguos tomos de papel que llevaban años sin consultarse. —Esos autores al menos tenían un motivo —dijo la mujer, orgullosa, sentenciando con cada palabra—. Ellos buscaban dinero, pobres idiotas. O quizás reconocimiento intelectual. Palmaditas en la espalda,
«—¡Franz Wilhelm Vogel! —grita—. Ha llegado el momento de que salgas de tu jaula. El mundo exterior está ardiendo y seamos sinceros, querido Franz. Nos estamos quedando sin cosas que quemar. Te necesitamos para nuestra hoguera». El centro del universo es hueco, cabe en una mano y pesa 21 gramos, más o menos lo mismo que el alma humana. El centro del universo tiene interesantes propiedades geométricas y gravitatorias. Cuando Dora mira a su través, entra en contacto con todo lo que es, ha sido y será. Ella puede ver el futuro repetido y el pasado que está por llegar, puede sentir el planeta orbitando a su alrededor mientras se descompone. Hombres indecentes, ignorantes y enfermos de odio, sienten la tracción de su campo gravitatorio. Ellos anhelan controlar el Aleph incluso antes de conocer su existencia; giran y giran sin un itinerario y se preguntan a cada vuelta por qué el punto de origen se parece tanto al de destino. Huero es una novela negra y de fantasía ambienta