—¿Por
qué demonios sigues con esto? —preguntó la bibliotecaria frente a la taza de
café humeante—. Ni siquiera es un reto. Nunca podrás superar a la máquina.
—No
lo sé —contestó Didier—. Si lo supiera, quizás encontraría la manera de no
hacerlo.
Era
cierto. Didier nunca supo los motivos que lo llevaban a escribir. A encadenar
letras y palabras en un orden preciso. En un orden precioso. Escribir nunca fue
placentero, aunque sí gratificante, el acto mismo de la escritura era una forma
de extraño parto. Era una insurrección idiota. Ejecutada en soledad y ofrecida a
un dios silencioso que encontraba en la indolencia su mejor arma. Ella señaló hacia
las estanterías, colocadas a modo de decoración a la entrada del edificio. Antiguos
tomos de papel que llevaban años sin consultarse.
—Esos
autores al menos tenían un motivo —dijo la mujer, orgullosa, sentenciando con
cada palabra—. Ellos buscaban dinero, pobres idiotas. O quizás reconocimiento
intelectual. Palmaditas en la espalda, asinus asinum fricat. Puede que
la mayor parte lo hicieran como un reto. ¿Es eso lo que buscas tú? Iluso. ¿Quieres
superar a la máquina?
—No.
—No
te creo.
—Me
da igual si me crees o no. Es la verdad.
—Pero
sin embargo cada noche escribes. Eres como un matemático en busca de la
ecuación perfecta. Déjame que te diga algo, espera, mejor no te lo digo yo, te
lo dice la ciencia. TODO ESTÁ ESCRITO. Solo puedes aspirar a juntar más
metralla repetida. Pierdes el escaso tiempo libre que te queda tecleando,
después subes tus cuentos a la matriz donde irremediablemente te estrellas
contra la realidad.
—Tú
hiciste algo parecido. Solo que tu obsesión estaba en el otro lado. En el lado
de los lectores. Creo que no hay nadie en el mundo que haya leído tanto como
tú.
La
vieja rio. Socarrona y complacida ante el piropo.
—Los
que vivimos aquello tardamos en entender su significado. Éramos duros de
mollera. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, cuando mi jefe me habló de
la matriz del proyecto Borges. Es imposible. Dije. Es el paraíso. Dije. Así de
idiotas éramos.
Ella
resopló. Los humanos nunca fuimos especialmente buenos con las dimensiones. La
realidad es que llega un momento en el que no podemos entender el infinito. A
Didier le pasaba con frecuencia, con las cifras macroeconómicas. Millones.
Billones. Trillones. Con las distancias espaciales. Diez elevado a la diez. Diez elevado a la cien. Da igual. El
infinito es un abstracto. Un hueco que nuestra mente humana quiere llenar con
cosas. Ella vivió el inicio del proyecto Borges. Por aquel entonces el
algoritmo de lenguaje natural ya había dejado obsoletos a periodistas, a guionistas,
a escritores. Juntar letras era ya una profesión caduca cuando la máquina se
plantó y dijo a los humanos: «Ya está. Lo he escrito todo».
La
biblioteca infinita. El viejo sueño Borgiano. La vieja y los suyos amaban la
literatura. La amaban tanto que se lanzaron a investigar el océano sin
sospechar su profundidad, buceando en sus entrañas aguantando la respiración.
Buscaron la obra prefecta. Encontraron cosas curiosas. Las obras nunca escritas
de Cervantes, de Shakespeare, de Melville. Breves éxitos tras los cuales no
tardaron en darse cuenta de la ironía, la nueva gran obra de la literatura
universal estaba suspendida en la nada. No estaba escrita por un humano, probablemente
nunca sería leída por nadie. La gran obra solo podría ser descubierta y
disfrutada por otra máquina. Allí estaba esperando entre un infinito de fonemas
nunca pronunciados. El gran silencio escrito. Como el David o la Piedad de
Miguel Ángel en su bloque de mármol unas semanas antes de ser esculpidos.
—No
erais idiotas —contestó Didier, removiendo el azúcar en su café—. Erais
idealistas.
—El
idealismo es el término romántico para referirse a los imbéciles. ¿Me estás
diciendo que sigues escribiendo por alguna extraña clase de idealismo?
—No.
—Si al menos leyeras podrías trabajar minando datos
para una editorial. Ellos buscan gente como tú. Tienes gusto. Podrías dar con
el próximo best seller. ¿Conoces a Lucas? Gana seis cifras al
año. Encontró una veta, una mierda sobre autoayuda extremadamente lucrativa. »La
gente cree que en la matriz esta cada historia de cada persona. Su presente,
pasado y futuro. Si todo está escrito, la matriz es un oráculo. Sacó treinta
libros de éxito explotando esa creencia. Acabará creando una jodida secta si no
tiene cuidado.
—Eso
es poco noble por su parte.
—Claramente,
pero al menos tiene sentido. Escribir no, joder. Escribir está obsoleto. No
tiene ningún sentido.
―No
pienso convertirme en un minero. Son como hormiguitas siguiendo su fiebre del
oro. Ellos no tienen picos y palas, tienen algoritmos. Las máquinas saben cómo
enfrentarse al infinito. Tú y yo no.
—Mierda,
yo sí sé cómo enfrentarme al infinito.
—¿Cómo?
—Rindiéndome.
Riéndome en su cara. Pero tú eres terco. Nueves horas al día tecleando en el
curro. Terminas, te vas a casa y sigues tecleando, quitando horas al sueño buscando
historias ya escritas que nunca leerá nadie. Margot tiene que estar contenta.
—Ella
piensa que le hace más compañía una planta. Probablemente no se equivoca.
—Mi
Antoine decía algo parecido. Un día mientras leía me regó con una regadera.
Dijo que si iba a convertirme en vegetal al menos estaría bien cuidada.
—Tiene
que ser duro. Tienes que echarlo mucho de menos.
—Lo
es. Pero la muerte es inevitable. Lo que no es inevitable es desperdiciar tu
tiempo en obsesiones imposibles. Yo me arrepiento. Lo que realmente me tortura
es pensar en cada minuto que pude estar a su lado y perdí por esta maldita
obsesión. Espero sinceramente que a ti no te ocurra lo mismo.
Didier
miró la pequeña memoria que descansaba en su mano. Y por un segundo creyó ver
el motivo. Su motivo personal e intransferible. Si todo estaba escrito, si cada
posible historia estaba contada y almacenada. ¿Dónde quedaba la libertad? Una
breve historia. Un cuento corto no escrito era lo único que necesitaba para
sentirse libre. Quizás después la obsesión desaparecería. Quizás después hallaría
sentido al sinsentido.
—¿Qué
me traes hoy?
—Una
historia breve. Un diálogo. Algo sobre escritura y libertad.
—Déjame
que lo cargue en la matriz.
Ella
tecleó unos datos y tardó apenas unos segundos en obtener su respuesta.
—Aquí
está. Este cuento ya está escrito. La matriz creó esta obra el veintiuno de
noviembre de dos mil veinte.
Didier
se rascó la cabeza. Miró por la ventana de la cafetería. Una bandada de
estorninos dibujaba figuras en el cielo. El sol se colaba impenitente. Margot
había dejado un par de llamadas perdidas en su móvil.
—Quizás
la próxima vez.
—Quizás
la próxima, muchacho.