Ahí
está llorando Samuel otra vez, abuelo. Lo cual no es de extrañar dada la
situación, pero es que él llora constantemente, en los momentos en los que debe
y en los que no, quizás por eso sus lágrimas son de amatista. Gemas de color
pálido, descoloridas, por las que apenas sacan tres o cuatro euros el quilate. Todos
dicen que, al mocoso, el dolor no se le condensa. Si se pilla el dedo con una
puerta, llora. Si recibe una bronca de papá o de mamá, llora. Si se pierde sus
dibujos favoritos, llora. A veces envidio su capacidad para liberar la espita,
para sacar sus piedras. Eso hace que por lo menos a él ―después de
desahogarse―, lo dejen en paz. Saben que, si se pilla un berrinche camino de la
escuela y un mangante lo atraca poco se puede perder. Así que manga ancha,
libertad. Todo lo contrario que conmigo.
«Porque
Leonor, tu eres especial». Dicen. «Porque tú no has llorado nunca. Desde que
eras un bebé. Ni con hambre, ni con sueño, ni enferma, ni cuando te han reñido,
castigado o pegado otros niños en la escuela, ni cuando se te murió tu perro
canelo». Y tienen razón. Aunque no tengo ni idea de por qué demonios es así.
Quizás
las piedras que lloramos están hechas del mismo material que nuestra alma.
Quizás hay almas de aguamarina y almas de diamante. Y eso que solo algunos
lloramos piedras preciosas. Dicen que hubo un hombre malvado que lloraba ónix
negros. Y que los iracundos lloran coral rojo. Yo soy dura. Dura por dentro, así que todos
sospechan que mis lágrimas son de diamante. Un gran diamante que sin duda nos
cubrirá con dinero, uno que pagará la hipoteca y ayudará a papá a comprarse un
coche nuevo.
Ayer
él miraba un todoterreno. Disimuladamente en su teléfono móvil. Un coche de
esos de ruedas grandes. De siete plazas para poder llevarnos a todos, a todos
menos a ti.
Aún
no sabe que no comprará ese coche. No con mi gema.
Será
nuestro secreto. Algunos comienzan a pensar que quizás simplemente tengo los
conductos lacrimales obstruidos. Otros cuchichean y dicen que mis lágrimas son
goterones de granito, tan densos y rudos que se niegan a salir. Mejor que
piensen eso, así no les decepcionaré, así acabarán dejándome en paz. Resignados
a que viva, crezca y muera sin dejar caer una lágrima.
Míralos
abuelo. Hoy sin embargo no me libraré de sus miradas de reojo. «Hoy es el día»,
piensan. «Seguro que es como su abuelo, que jamás derramó una lágrima
hasta el día en que enviudó, y entonces obtuvo una ristra de zafiros con los
que pagó lo estudios de sus hijos en una universidad buena. Seguro que hoy la
niña llora». Por eso no me dejan ni a sol ni a sombra. Por eso la tía
Manuela se sentó a mi lado en la misa y me inspeccionaba cada tres minutos los
ojos, y cada vez que sorbía los mocos entraba en pánico. Al principio lo hacía
solo por fastidiarla, por ver la cara que ponía. Pero acabó agobiándome,
abuelo. Así que ya ves. Ni sorberme los mocos puedo.
El
caso es que ya no estás, abuelo. Y ni siquiera estoy segura de que puedas
escuchar de alguna manera estos pensamientos. Pero al menos tengo tu teoría. Nuestra
teoría.
Y
esa teoría nuestra, hace dos noches, antes de que te murieras, resulta que me
hizo llorar.
Fue
en la cama. De noche, y joder si dolió. Sangré incluso, una gotita roja que por
suerte no manchó la almohada. Lloré porque te lo debía, y porque de alguna
forma me di cuenta de algo que ellos, los adultos, ni siquiera sospechan lo que
tú y yo sabemos.
Y
es que en el diamante que lloré ayer estás tú. Están tus recuerdos. La moneda
de plata que aún guardo en el bolsillo y que tú me regalaste. Pero también está
la primera vez que anduve en bicicleta. Sin ruedines. O los castillos en la
playa. O las historias que me contabas para dormirme, que siempre empezaban con
princesas, pero acababan con mundos extraños, dragones, civilizaciones perdidas
y naves espaciales.
Todo
eso está ahí. Condensado en carbono puro. Átomos perfectamente ordenados.
Escondido en el bolsillo interior de la chaqueta con la que te entierran. Un
diamante grande. Un diamante que no venderemos. Un diamante que nunca será
cortado, ni pulido, ni adornará los dedos de una ricachona aburrida.
Porque
estará contigo.
A
tu lado, para que cuando seas tierra y polvo tengas un pedacito de mí, de
nosotros.
De
nuestros recuerdos.
Este relato que comparto con vosotros en su día formó parte de la selección de cuentos homenaje a Úrsula K Leguin publicado en la Supersonic #11
También da nombre a la antología Las piedras que lloramos, una selección de mis cuentos que podéis encontrar aquí